Desde que se supo que América existía, no faltaron cronistas, eruditos y viajeros interesados en recorrer su geografía y en descubrir sus secretos. Muchos españoles y extranjeros se embarcaron en grandes viajes de exploración y descubrimiento, con intenciones científicas, militares, religiosas, políticas o por simple ambición, conociendo mundo a medida que viajaban, y poniendo lo lejano al alcance de la mano, de un vistazo, a través de sus mapas, sus retratos, sus grabados y dibujos científicos, y sus crónicas. Los protagonistas de esta historia se jugaron la vida en su empeño, subieron a un barco y muchos no volvieron para contarlo. Arrostraron peligros desconocidos, asumieron riesgos enormes, y dejaron por escrito sus experiencias y sus trabajos, para darnos su versión de los hechos, o justificar su misión; para que nosotros, ahora, sepamos de ellos y podamos recordarles, hacerles visibles.
El Ministerio de Defensa patrocina esta exposición y catálogo con el ánimo de hacer presentes sus logros, que en muchos casos, cambiaron la historia de la humanidad para siempre: abrieron nuevos caminos en el mar, para sus barcos y la gente (y sus enfermedades) y los animales europeos; descubrieron nuevas culturas y maneras de llamar a las cosas, nuevas plantas, comidas y remedios medicinales que llevaron de vuelta a Europa; innovaron en la construcción naval y en la de instrumental científico; escribieron manuales de referencia para los siguientes navegantes, y dibujaron en sus mapas el mundo que, desde entonces, será de todos conocido, haciéndolo así más pequeño.
Desde España, sólo durante el reinado de Carlos III (1759-1788) se organizaron una treintena de expediciones; y en el de su hijo Carlos IV (1788-1808), sobre veinte. Referirse a todas aun cuando fuera mínimamente, excedería las dimensiones de este proyecto.
Por eso, se han seleccionado y expuesto por orden cronológico cinco, respondiendo al subtítulo de la exposición, El papel de la Armada Española en el desarrollo científico y tecnológico a través de las expediciones científicas, y que además tienen tres rasgos en común:
- son expediciones promovidas desde el Estado;
- sus protagonistas son militares en misión científica;
- el valor de los trabajos que dejaron por escrito.
Los protagonistas sufrieron suertes dispares: unos volvieron, otros perdieron la vida; otros se quedaron a vivir en América, generando allí dinámicas científicas propiamente americanas. Respecto a los resultados de sus trabajos, algunos se rentabilizaron, otros naufragaron o se quemaron en incendios, otros quedaron sepultados en archivos españoles y americanos por los vaivenes históricos a ambas orillas del Atlántico ―independencias americanas, invasiones napoleónicas, guerras civiles en España, crisis económica―, o se perdieron para siempre fruto de la desidia… En cualquier caso, el esfuerzo de estos hombres no fue inútil: entre todos, hicieron del mundo algo global, sin bordes ni esquinas; con ellos, el Atlántico dejó de ser un mar que nos separaba de otros, y se convirtió en un mar de comunicación para todos.
Gracias a ellos, todos somos ultramarinos, ¡aunque no nos demos cuenta!
La historia del viaje de Colón, es la historia de una feliz equivocación: creyó viajar a una zona del mundo antiguo, la tierra de las especias, y descubrió un mundo nuevo. Pero a la vez, su regreso en 1493 a la península por esta nueva ruta, provocó un tremendo problema diplomático: Castilla exigió la revisión del vigente Tratado de Alcaçobas de 1479 firmado con Portugal, para aclarar los límites de la influencia portuguesa, en constante expansión hacia el sur ―buscando la tierra de las especias― por las costas de África, y que le había llevado a alcanzar el cabo de Buena Esperanza en 1488.
Colón quizá habría proyectado su viaje en base al conocimiento de mapas como este:
El resultado de la petición castellana fue el Tratado de Tordesillas de 1494, un acto imperialista sin precedentes, por el que las dos coronas convinieron en repartirse el mundo:
que se haga y se asigne por el dicho mar océano una raya o línea derecha de polo a polo, del polo Ártico al polo Antártico, que es de norte a sur, la cual raya o línea e señal se haya de dar e dé derecha, como dicho es, a 370 leguas de las islas de Cabo Verde para la parte de poniente.
1494, esta es la fecha clave de inicio de un problema que tardó siglos en solventarse: el de delimitar en la esfera de la Tierra, por dónde pasaba o no pasaba el dichoso meridiano, algo nada fácil de medir, y que generó las llamadas Expediciones de Límites.
Puede que sobre el papel, la expedición de Colón tuviera tintes religiosos (bloquear al Islam que amenazaba a Europa usando la puerta de atrás, es decir, llegar al este por el oeste); pero no tenía menos que ver con la posibilidad de irrumpir en el fabuloso negocio (comercio) de las especias, teniendo como referente el modelo portugués de factorías (puntos de comercio) que Colón tan bien conocía.
En el siglo xv, la pimienta, nuez moscada, el azafrán, el clavo, la canela, el jengibre… se introducían en Europa desde Asia a través de los comerciantes venecianos. Se trataba de mercancías de poco peso y gran valor, ingredientes de medicinas para enfermedades reales o imaginarias, cosméticos, perfumes, exóticas recetas árabes…
El comercio funcionaba así: desde el sudeste asiático, comerciantes indios las transportaban al subcontinente, donde comerciantes musulmanes las transportaban a través del Mar Rojo a El Cairo y Alejandría. Allí, los venecianos las compraban, y una vez en Venecia, las vendían a quien quisiera comprarlas: caras, y nada frescas… Por eso resultaba tan provechoso poder tener acceso directo a las especias, sin intermediarios: aun considerando que los riesgos de la empresa eran enormes, el beneficio que se imaginaba era inmenso, y era por eso por lo que litigaban los dos reinos peninsulares.
La política expansiva de Portugal no se basaba en la posesión de territorios, sino en el establecimiento de factorías en puntos estratégicos de sus redes comerciales, que se extendían a miles de kilómetros de la capital, Lisboa, a partir del viaje de B. Días al Cabo de Buena Esperanza en 1488, y el de Vasco da Gama a Calicut (costa occidental de la India), en 1498.
El punto de inflexión en las relaciones entre Portugal y España se produce en 1512, cuando Portugal toma posesión de las Molucas, estableciéndose en la isla de Ternate. Es entonces cuando la Corona de Castilla decide reaccionar al envite portugués, respaldando el proyecto de un portugués desafecto a su rey: Fernando de Magallanes.
Naturalmente, la duda de la corona de Castilla era si el antemeridiano del meridiano de Tordesillas dejaba esas islas Molucas en poder castellano. Así que Fernando el Católico dispuso que una expedición saliese hacia la zona circunvalando América del Sur, pero su muerte hizo que fuera Carlos V el patrocinador de la empresa, quien contrató al portugués Magallanes como jefe de la expedición que salió de Sanlúcar en 1519.
Magallanes (1480-1521) podría haber visto en un mapa realizado por Martín de Bohemia (y guardado celosamente por la corona portuguesa) que la empresa de rodear América del sur era posible, así que no habría sido una sorpresa el descubrimiento del paso en 1520. Poco pudo disfrutar de ese éxito, pues murió un año después en un encuentro con nativos, poco antes de alcanzar las Molucas. Entonces tomó el relevo el español Juan Sebastián Elcano (1486-1526), quien en 1522, culminó de la primera vuelta al mundo, trayendo de vuelta a España un cargamento de especias ―cuya venta cubrió los gastos de 8 millones de maravedíes de la expedición y aun dio beneficios―, y además, el resultado de las mediciones hechas por Magallanes: las Molucas eran españolas.
Elcano llegó además con dos noticias mucho más trascendentes: la de haber demostrado que la Tierra giraba alrededor del Sol ―porque ellos en su viaje constataron que habían perdido un día― y la de haber encontrado un paso interoceánico. Ahora sólo faltaban los pasos norte y central: para el central, habría que esperar hasta 1914; y el del norte, los españoles se encargaron de demostrar en el siglo xviii que, a pesar de lo que inventaron algunos... no existía.
En veinte años, desde la época de Colón, la imagen del mundo conocido había cambiado para siempre, aproximándose ya a la actual en su distribución de mares y continentes.
Agotada la vía diplomática, y para evitar un conflicto armado con Portugal, Carlos V convino con Juan III el convocar una nueva conferencia científico-técnica, para acordar el meridiano que definitivamente dividiría el mundo en dos. Hay una idea a destacar: el hecho de confiar por primera vez a un tribunal científico cuestiones que antes resolvían políticos o letrados o la fuerza de las armas, anuncia un nuevo talante, un cambio de actitud de los gobernantes hacia la ciencia y la técnica. Ahora, la noción de frontera como espacio físico intermedio o «marca» (tratado de Alcazobas) deja paso a la idea moderna de línea fronteriza, que bien puede ser una frontera astronómica, caso del meridiano de Tordesillas. Cosmógrafos y pilotos, se reunieron el 1 de marzo de 1524 en las ciudades limítrofes de Elvas y Badajoz, con el compromiso de emitir un dictamen en el plazo de un mes. Según los datos recogidos del diario de Magallanes, las Molucas eran españolas, decidiendo los españoles por su cuenta que el antemeridiano pasase por Sumatra. Esto se puede ver en el mapa a continuación:
Los portugueses mostraron su desacuerdo: según ellos, eran datos aproximados, muy dudosos. Los alegatos de unos y otros no pudieron resolver el problema, pero contienen toda la ciencia del momento.
Hay que destacar la intervención de Hernando Colón, hijo del Almirante, en los debates y en su preparación. Hernando poseía una vasta biblioteca muy bien organizada, con índices que permitían la rápida localización de la información, y por eso fue capaz de aportar datos valiosos a la defensa española. Además, hizo ver la importancia de saber con exactitud el tamaño de la Tierra, y, aún más importante, convenir en un sistema universal de unidades. Colón propone, por vez primera en la historia y adelantándose a la técnica de su tiempo, el uso de los cronómetros para el cálculo de la longitud. A pesar de todo, la junta de Elvas-Badajoz se disolvió sin acuerdo, aunque con el propósito de enviar nuevas expediciones para hacer más mediciones. De todos modos, y dada la escasez de liquidez de Carlos V, el problema con Portugal se solucionó (con dinero) por vía diplomática en 1529 con el Tratado de Zaragoza, casi una escritura de venta de las Molucas a Portugal. Desde entonces, los españoles buscarán la ruta de vuelta desde el Maluco a Nueva España a través del Pacífico, con diferentes resultados; hasta que en 1565 Alonso de Arellano primero, y Urdaneta, dos meses después, consiguieron hacer el tornaviaje hasta Acapulco.
En cuanto al trazado definitivo de la «raya», los capitanes Jorge Juan y Antonio de Ulloa, protagonistas de otra expedición de interés, fijaron la línea demarcatoria de Tordesillas en su Disertación histórica y geográfica sobre el meridiano de demarcación, escrita en 1759. Pero esta es una historia no habría de acabar tan fácilmente, y que hemos de recuperar más adelante.
Una de las consecuencias del viaje de Elcano fue la creación de la Casa de la Especiería de Coruña en 1522, creada con el ánimo de canalizar desde allí el tráfico humano y de mercancías con la Especiería. El emplazamiento de Coruña era especialmente recomendable, frente al de Sevilla, pensando en la seguridad de las flotas, la conservación de las mercancías ―por sus condiciones climáticas―, y el acceso a los mercados centroeuropeos. Por todo ello, se le dio a la ciudad el privilegio exclusivo sobre las expediciones y el comercio con las islas Molucas. El propio Elcano saldrá de Coruña con destino a la base española en las Molucas, Tidore, en julio de 1525, como piloto mayor en la expedición de García Jofre de Loaysa (1525-1536), y del mismo modo que sucedió en la de Magallanes, tomará las riendas de la expedición a la muerte de aquel en 1526; pero Elcano ya no regresará con vida a la península: morirá el 4 de agosto, en algún lugar del Pacífico. Testigo del momento, su joven ayudante Andrés de Urdaneta, que años más tarde será el encargado de abrir la ruta alternativa que cancelará definitivamente la que con tanto sacrificio habían abierto su maestro Elcano y Magallanes años antes, inaugurando así una ruta comercial que aún hoy en día, es de las más importantes.
Españoles y portugueses dominaron la cartografía del siglo xvi, pero a partir del xvii, serán los mapas holandeses y franceses los líderes del mercado cartográfico. Y es que todos los países se dieron cuenta de que se necesitaba una política cartográfica eficaz para administrar sus dominios y para defender las fronteras.
Colón fue el primero en abrir una nueva ruta de comunicación entre dos continentes en muchos sentidos, porque al tiempo que se produjo transferencia de europeos y africanos a tierras americanas, también fueron con ellos las enfermedades que padecían o a las que eran inmunes, entre otras, la fiebre amarilla o la malaria, que tienen en el mosquito su vector de transmisión.
En América había mosquitos, muchos, pero no eran Aedes y Anopheles portadores de enfermedades: estos llegaron en barco, y consiguieron con el tiempo expulsar o destruir a especies locales de mosquitos. Después del primer contacto con los europeos, las enfermedades siguieron las rutas comerciales indígenas, y las sucesivas oleadas de conquistadores y exploradores reforzaron el proceso, extendiéndose por todo el continente americano. El contraer una de estas dos enfermedades era otro de los riesgos vitales que asumieron nuestros viajeros científicos: efectivamente, se abrieron paso en América con el instrumental en una mano, ¡y espantando mosquitos con la otra!
El virus de la fiebre amarilla (así llamada por el color que presentan los enfermos graves) o vómito negro, viajó a América con los europeos, los esclavos africanos y un mosquito del género Aedes que sobrevivió sin problemas al viaje en los barcos, reproduciéndose en los barriles de agua y en las sentinas de los navíos, que habían hecho escala en África en su ruta hacia el Caribe. Los seres humanos se infectaban ocasionalmente al ser picados por mosquitos de la selva que previamente se habían alimentado de un primate infectado. Estos humanos, se convierten entonces en huéspedes para la transmisión interhumana, principalmente a través del mosquito Aedes aegypti, que se desarrolla en aguas estancadas, y que dio el salto a América en barco: ya en tierra, sobrevivió y prosperó gracias a su superioridad frente a las especies locales existentes. Como la enfermedad era endémica en África, las poblaciones de ese continente habían desarrollado cierta inmunidad a ella y solo les provocaban síntomas similares a los de la gripe. Por el contrario, cuando la epidemia golpeaba a colonos europeos en África o en América la mayoría moría. Actualmente, existe una vacuna efectiva, pero no se conoce cura. Eso sí: quienes sobreviven a la enfermedad, consiguen inmunidad para toda la vida.
La malaria o paludismo es causada por un parásito (del género Plasmodium), que se transmite a los humanos a través de la picadura de mosquitos anofeles hembra infectados, que inoculan el parásito al humano. El proceso es el siguiente: la hembra del mosquito del género Anopheles se alimenta de sangre humana, y al picar a una persona infectada ingiere los parásitos (gametocitos), los cuales se reproducen de forma sexual en el tubo digestivo del insecto y permanecen en las glándulas salivares en forma de esporozoitos. Cuando pican de nuevo, a una persona sana, transmiten el parásito (esporozoítos) con la saliva. Después de la infección, los esporozoítos viajan a través del torrente sanguíneo hasta el hígado del humano. Allí maduran y producen otra forma de parásitos, llamada merozoítos, que pasan al torrente sanguíneo e infectan a los glóbulos rojos. Entonces, si otro mosquito pica a este individuo, se infecta, y puede así continuar la cadena infecciosa en otros humanos, inoculando el parásito existente en su saliva en la sangre o en el sistema linfático del huésped. Actualmente, la mitad de la población mundial vive con alto riesgo de padecer esta enfermedad, y el tratamiento principal es con cloroquina. Sin embargo, a veces el parásito se muestra resistente a este fármaco, y hay que aplicar otros tratamientos: se cifra en más de un millón el número de muertes anuales por paludismo.
He aquí un resultado del pequeño paso dado por Colón fuera de su barco: nuevas enfermedades dieron el gran salto a la globalización. Sin embargo, los españoles encontraron el remedio, haciéndose eco de una tradición indígena. En su día, fue un descubrimiento equivalente a lo que representaría hoy la cura contra el cáncer, el SIDA, o el Covid-19. A su vez, su uso generalizado posibilitó el expansionismo-imperialismo europeo en África e India a partir del siglo XVIII.
Con el descubrimiento de América, un nuevo mundo de posibilidades comerciales y de captación de recursos se abría ante Europa ¡y ningún país quería perdérselo! Durante el siglo xviii, a las costas americanas no sólo llegarán piratas o comerciantes ingleses o franceses, sino también expediciones científicas (bajo este disfraz, ocultaban también el espionaje), organizadas por Francia e Inglaterra y respaldadas por organismos científicos como la Academia de Ciencias de París o la Royal Society de Londres, que hicieron famosos a Bouganville, la Perouse, o a James Cook. En este sentido, el cambio de dinastía reinante en España inaugurará una nueva época. Con la llegada de los Borbones, se operaron importantes cambios. Para empezar, se deroga la Real Cédula de Felipe II de 1559, que impedía estudiar en el extranjero o contratar profesores foráneos. De esta manera, empiezan a viajar becarios al exterior, y comienza a organizarse en España y América, sobre todo desde 1750, un incipiente entramado científico al margen de la universidad, a través de nuevas instituciones, como: la Real Academia Médica Matritense (1734), los Colegios de Cirugía de Cádiz (1748) y Barcelona (1760) y Madrid (1780); la Academia de Ingenieros (1750) y el Observatorio de la Marina de Cádiz (1753); el Real Jardín Botánico de Madrid (1755), el Colegio de Artillería de Segovia (1762), el Gabinete de Historia Natural (1771) y numerosas academias militares (la de guardiamarinas de Cádiz, en 1717). Nada se logró acerca de la creación de una Academia de Ciencias, similar a la francesa, o a la Royal Society inglesa.
Felipe V, primer rey borbón de España, nieto de Luis XIV de Francia, inauguró el cambio de rumbo al aceptar una misión al virreinato del Perú compartida con Francia (reinando su pariente Luis XV), con el objetivo de determinar la forma de la Tierra. Los franceses mantenían que nuestro planeta no era achatado por los polos, sino en el Ecuador, basándose en cálculos empíricos (sus medidas eran incorrectas fruto de la imprecisión instrumental y de las propias técnicas de medición); los ingleses, defendían las tesis de Newton de que la Tierra estaba achatada por los polos. El debate trascendió a la mera discusión entre newtonismo y cartesianismo, y el asunto de las expediciones llegó al gran público, convirtiéndose en un tema de moda en las tertulias ilustradas a través de la prensa periódica: sandía o melón, ¡esa era la cuestión! En realidad, el tema de la forma de la Tierra no tenía gran trascendencia a efectos prácticos: esto lo sabían los ingleses, y explica su falta de interés en la cuestión. Lo que realmente les preocupaba a los ingleses era la elaboración de catálogos de estrellas para el cálculo de la longitud, una necesidad real para la localización y la navegación ya desde los primeros tiempos.
Pero los franceses estaban obsesionados con el tema, aunque había división de opiniones: había insignes franceses defensores de Newton, como Voltaire y Maupertuis. Éste, para resolver el enigma, propuso medir dos arcos de meridiano en latitudes muy extremas, en el Polo y el ecuador, y así poder comprobar si el grado de meridiano aumentaba o disminuía su tamaño conforme nos acercamos al ecuador. Por eso, al mismo tiempo que organizan la expedición al Perú con España, Francia organiza también otra con el mismo objeto pero a Laponia, en la que va Celsius, dirigida por el propio Maupertuis. Está expedición finalizó antes que la hispano-francesa, confirmando la tesis inglesa: la Tierra no era un melón, ¡era una sandía!.
La comisión hispano-francesa iba comandada por el astrónomo y matemático Godin, a quien acompañaban el director del Jardin du Roi, Charles de La Condamine; el sobrino de Godin, el naturalista Jussieu, el ingeniero y dibujante Jean Louis de Morainville, el astrónomo Pierre Bourguer y el maestro relojero Hugot; y los jóvenes guardiamarinas (recién ascendidos a tenientes de navío) españoles Jorge Juan y Antonio de Ulloa. Juntos se embarcaron hacia Perú en la expedición de los Caballeros del Punto Fijo (1735-1744), así llamados porque para realizar sus mediciones tenían que pasar en ocasiones muchas horas en el mismo lugar con sus instrumentos para conseguir datos fiables para sus trabajos geodésicos. Era la primera vez que dos naciones colaboraban a tan gran escala para resolver un problema científico.
El móvil científico de la expedición francesa en realidad ocultaba el interés real económico por su parte (comercio de sus colonias caribeñas con las colonias españolas, crisis de subsistencia en Francia), que los españoles aparentaban ignorar pero del que eran conscientes. De hecho, el Consejo de Indias registró por escrito esta sospecha y proporcionó a los militares españoles Jorge Juan y Antonio de Ulloa instrucciones reservadas respecto a lo que debían hacer: aprender y ayudar, e informar sobre la realidad de la América española, y sobre todo lo que hicieran los franceses…
Jorge Juan (1713-1773) se aplicó mucho en aprender todo lo que pudo del astrónomo Bourguer, quien estuvo escribiendo su Traité du navire durante los años de expedición. Este manual sentó las bases de la arquitectura naval tal y como la conocemos hoy. Y Jorge Juan, en su manual Examen marítimo teórico práctico… siguió la estela del francés, dando un paso más en la modernización de la disciplina, incluyendo el estudio y aplicación de la mecánica de fluidos y el cálculo diferencial e integral a la arquitectura naval y el manejo de los buques. El texto se tradujo al francés, y eso le dio le dio la oportunidad de tener una gran difusión en Europa, convirtiéndose en libro de texto en varias academias de ingenieros. Jorge Juan contribuyó, con su trabajo, a la transformación del arte de navegar en ciencia de la navegación.
Una expedición tan costosa tenía que ser aprovechada para observar todas las facetas de la vida política, comercial, administrativa y militar de las colonias; recopilar datos sobre botánica, astilleros, minería, medicina. Juan y Ulloa llevaron también el encargo de levantar planos de ciudades y puertos, participar en obras de mejora de infraestructura militar, confeccionar derroteros... Al cabo de casi 10 años, terminaron explorando, cartografiando y fortificando toda la costa del Pacífico, desde Panamá hasta Chiloé. Todos estos datos habrían de figurar en un informe para su presentación en la Corte a su vuelta; desgraciadamente, sólo se conservan dos fragmentos referidos a la primera parte del viaje.
A mediados de noviembre de 1735, se reúnen en Cartagena de Indias los dos grupos de expedicionarios: los franceses, miembros de la Academia de París, y de reconocido prestigio, y los españoles, dos jóvenes militares de 21 y 19 años. No podían imaginar entonces todo lo que les iba a suceder: lo que empezó siendo un viaje de tres años, acabaría siendo de diez o más para algunos, o de no retorno para otros. Sucedió de todo: problemas económicos, enfermedades, guerra contra Inglaterra (1739-48) que distrajo a Juan y Ulloa de sus trabajos científicos durante tres años; roces sobre el reconocimiento de la participación de franceses y españoles a nivel científico; descalabro del instrumental, que provocó la desconfianza respecto a los datos obtenidos, la repetición de las medidas, y el consecuente retraso de los trabajos. Los problemas económicos de los franceses les llevaron a endeudarse y a tener que realizar otros trabajos al margen de los de la expedición; se acusaron entre ellos de malversación de fondos, se les procesa por comercio ilegal...
En uno de sus viajes a Lima, a su paso por Loja, La Condamine se detuvo para realizar un estudio sobre el quino y sus propiedades antitérmicas, remedio utilizado en Europa contra la fiebre. Fue entonces cuando Morainville hizo el dibujo de la planta (que figura en la bandera de Perú), siendo ésta la primera referencia en el mundo sobre las características físicas de la misma, ya que su aspecto no se conocía en Europa, a donde llegaba sólo el polvo curativo. Enormes posibilidades tendría esta planta en el futuro, contra el paludismo y la malaria (véase más adelante el capítulo Una planta maravillosa).
Mientras, los españoles trataban de hacer su trabajo: Jorge Juan se encarga de la astronomía y la construcción naval; Ulloa, de la geografía y la historia natural (y del platino, por vez primera, y aún desconocido en Europa). Jorge Juan informa sobre el mal estado de la defensa, las tropas y la administración, las malas condiciones sanitarias y, en general, sobre lo frágil y vulnerable que ve nuestra estructura colonial. Según él, España tenía que invertir en formación de sus cuadros técnicos, administrativos y militares, y en medios para la defensa si quería mantener su imperio.
Aquellos jóvenes cadetes sin experiencia, dos alumnos aventajados que viajaron en busca de reconocimiento y prestigio, regresaron convertidos expertos en asuntos coloniales y navales. Y su proyección fue espectacular: Jorge Juan tendrá la oportunidad y el respaldo político (del marqués de la Ensenada) necesarios para poner en marcha la renovación que creía necesaria. Juan ejercerá de matemático, escritor, profesor (también elaborando planes docentes), y creará por encargo del rey Carlos III el Real Observatorio de Madrid y el Observatorio Astronómico en la Academia de Guardias Marinas, en Cádiz, en 1753; viajará como espía industrial por Europa, recabando información para la reconversión de nuestra Armada, órgano principal de la Corona para el gobierno del imperio; y traerá técnicos ingleses a España: el propio Godin trabajará para España, como director de la Academia de Guardiamarinas, con el encargo de poner en marcha el observatorio de Cádiz (Real Observatorio de la Armada). Incluso tuvo tiempo de trabajar en Galicia…
Por su parte, Ulloa (1716-1795) recorrió Europa con instrucciones reservadas para la adquisición de informes técnicos y científicos; de hecho, viajará a París para impedir que los franceses publiquen importantes planos geográficos, y de Francia se traerá al ingeniero Carlos Lemaur, con obra bien conocida en Galicia (por ejemplo, las obras en el puerto de Corcubión, el palacio de Raxoi, en la plaza del Obradoiro, frente a la catedral de Santiago de Compostela, en 1767; o la reforma de la capilla mayor de la catedral de Lugo, en 1764). Ulloa perteneció a las Academias de Ciencias de Inglaterra, Francia y Suecia, y ocupó altos cargos técnicos, organizativos y políticos, también en América.
Desgraciadamente, el éxito de esta primera importación de ciencia y tecnología auspiciada por Ensenada, desvió la atención sobre la necesidad de crear una Academia de Ciencias, con la misión de asesorar, aglutinar esfuerzos, y proponer proyectos y juzgar sus resultados. A la larga, su falta se notará en la ausencia de trabajos teóricos y en las permanentes dificultades de nuestros científicos para consolidar una comunidad científica.
Pese a lo azaroso de este primer experimento, las grandes energías invertidas, y las muchas y reveladoras conclusiones científicas y técnicas obtenidas que reorientaron las políticas reformadoras borbónicas, la dinámica exploradora no tuvo continuidad hasta varios años más tarde.
La utilidad pública del conocimiento, el reconocer y extraer beneficios de la comercialización de los productos americanos, fue el motor de nuestra expansión ultramarina. En relación con esto, el caso de la quinina fue paradigmático.
La quinina, C20H24N2O2, un alcaloide natural, blanco y cristalino, fue el primer profiláctico y tratamiento efectivo contra la malaria: es tóxico para el parásito de la malaria, porque inhibe su capacidad de metabolizar la hemoglobina. La leyenda dice que en 1638, la esposa del virrey de Perú, Dª. Francisca Enríquez, condesa de Chinchón, enfermó de malaria. Su marido, desesperado, estaba dispuesto a todo con tal de salvarla. Recordó entonces haber escuchado años atrás una historia de un misionero jesuita español que había curado al gobernador de Ecuador de las fiebres palúdicas según un remedio quechua, de nombre quinquina, para tratar la fiebre y los escalofríos: una infusión a partir de la corteza de un árbol raro que crecía en la cordillera de los Andes, el quino. El virrey consiguió la corteza, hizo la amarga infusión, la esposa se curó (supuestamente), a la vez que le dio nombre a la planta: Chinchona o Cinchona (la grafía cinchona proviene del italiano, ya que en esa lengua la sílaba escrita ci se pronuncia chi).
Otra versión quizás más verosímil, se refiere al uso en 1630 de esta planta contra las fiebres tercianas por parte de un médico aborigen y cacique de la tribu de los Malacatos, bautizado por los jesuitas como Pedro Leiva. Los propios jesuitas serían los encargados de darla a conocer en Europa, a través del libro Schedula Romana (1649), llegando incluso a comercializar la cascarilla en polvo.
El polvo extraído de la corteza del quino se convirtió rápidamente en un cultivo colonial muy rentable para España. Como solamente recibían el «polvo curativo», el aspecto real de la planta les fue desconocida a los europeos hasta que el dibujante e ingeniero francés de Morainville ya citado (de la expedición franco-española de Jorge Juan y Antonio Ulloa) la dibujó en 1738.
El célebre botánico español Celestino Mutis logró identificar, en el último tercio del siglo xviii, hasta siete especies distintas de quina, aunque no todas con propiedades medicinales, comprobando así que no solo prosperaba en las inmediaciones del Ecuador, como se creía hasta entonces.
A pesar de que en su Disertación histórica y geographica sobre el meridiano de demarcación entre los Dominios de España, y Portugal (Madrid: A. Marín, 1749), Jorge Juan y Antonio de Ulloa establecían de un modo científico la frontera entre España y Portugal en la América meridional (sustituyendo así la línea geográfico-matemática de Tordesillas por una línea geodésica basada en límites naturales), los portugueses no estaban conformes. De hecho, mandaron sus propios peritos a comprobarlo, dos jesuitas italianos, que, claro está, establecieron otros límites, que beneficiaban a Portugal. Jorge Juan y Antonio Ulloa denunciaban que
Se han introducido los Portugueses por aquella parte haciéndose dueños del terreno, distante del mismo meridiano hacia el poniente casi once grados, distancia bastantemente sensible para que sea disimulable.
Desde la perspectiva española, Portugal se dedicaba constante y sistemáticamente a violar los acuerdos firmados por ambas partes. Dada la situación, las expediciones que se llevaron a cabo durante el reinado de Fernando VI (1746-1759) tuvieron una clarísima motivación estratégica y política y de delimitación, fueron verdaderas empresas científico-militares, con dos objetivos primordiales: delimitar el territorio perteneciente a la Corona española, y establecer en las fronteras asentamientos de población que las defendieran. Pero esto hacía necesario el reconocimiento exacto del territorio y el levantamiento cartográfico del mismo, localizar recursos naturales que permitieran vivir a la población, infraestructura viaria y naval…
España había firmado en 1750 un nuevo tratado de Límites con Portugal, que hacía necesaria una actualización de fronteras para que entrase en vigor. De ahí, la pertinencia de expediciones como la de Iturriaga a la zona del Orinoco: estaba en juego el dominio de las mineras de oro y diamantes de la zona, y el control de la estratégica (para España) área comercial del Atlántico sur: el río de la Plata. En 1736, el más famoso botánico de su tiempo, el sueco Carl von Linné, escribió:
La flora española ninguna planta nos ha dado a conocer [...]. Es sensible dolor que en los lugares más cultivados de la Europa de nuestro tiempo se experimente tanta barbaridad en la botánica.
Pero años después, en 1750, le vemos solicitar permiso a la Corona española para que uno de sus discípulos pudiese realizar una estancia en España para examinar nuestros recursos naturales in situ, y ver las posibilidades de explotación e introducción en Suecia de algunos allí inexistentes e imprescindibles para la medicina y la farmacia. Linné proponía que si el Rey de España aceptaba la fundación de un Jardín Botánico, él estaría dispuesto a enviar semillas y plantas originarias de Suecia, a cambio de que uno de sus pupilos, Pehr Löfling, hiciera lo mismo para el Jardín Botánico de Uppsala y para su propio herbario.
Y fue así como finalmente, Löfling vino a España. Llevaba dos años aquí cuando surgió ―solicitó en realidad― la posibilidad de viajar a América, a realizar un trabajo similar al que le había traído a España. Con el permiso concedido, Löfling se desplazó a Cádiz, y tras tres años de preparativos, se subió al barco de la expedición de José de Iturriaga, en 1754, rumbo a América. No volvería nunca.
La elección de un militar como Iturriaga (1699-1767) para comandar la expedición, un hombre de la Armada experimentado, no fue fruto de la casualidad: guardiamarina en 1718 (también su hermano Agustín), teniente de navío en 1733, capitán de fragata en 1739, de navío en 1745. En 1752, ascendió a jefe de escuadra y, veterano en asuntos americanos, realizó importantes misiones ―de guerra y comerciales―, vinculadas sobre todo a la actual Venezuela. En la misión al Orinoco, Iturriaga debía ocuparse básicamente de dirigir ―en cooperación con los portugueses― el trazado norte de la línea fronteriza que pondría en vigor el último tratado firmado con Portugal, el conocido como Tratado de Madrid ―o de Permuta― de 1750, según el cual una cordillera serviría como referencia: los territorios vertiendo aguas al Orinoco pertenecerían a España, los que lo hiciesen al Amazonas serían portugueses.
Según acuerdos de 1752, los componentes de la expedición española, una vez llegasen al puerto venezolano de Cumaná, se dirigirían hasta el Orinoco para remontarlo, y más tarde cruzar hacia el Amazonas por un acceso recién descubierto. Después, a través del río Negro, llegarían al lugar de Barcelos, donde se reunirían con la expedición portuguesa. Entonces se procedería a la formación de los grupos mixtos hispano-lusos que reconocerían el terreno y establecerían una línea fronteriza.
Sin embargo, a este propósito inicial se añadieron otros de tipo político ―expulsión de holandeses del Esequibo, vigilancia de franceses en Guayana―, científico ―estudios de la canela, la quina de Guayana y el cacao, oro y diamantes de la zona― y económico ―conocer el estado de las misiones existentes en la zona y valorar las posibilidades productivas de la región―, pues Iturriaga viajaba acompañado por otros expedicionarios que eran especialistas y expertos pilotos, cosmógrafos, astrónomos, y cartógrafos: el coronel Eugenio Alvarado ―militar criollo―, los marinos Antonio de Urrutia y José Solano ―discípulo de Jorge Juan―, Vicente Doz y Nicolás Guerrero, los médicos Benito Paltor y Antonio Condal, los dibujantes Bruno Salvador Carmona y Juan de Dios Castell… y el botánico Pehr Löfling. Junto a ellos viajaban, como siempre, cocineros, capellanes, cirujanos, militares de tropa… todos a bordo de la fragata Purísima Concepción y el navío Santa Ana.
Aunque la expedición desembarcó en abril de 1754 en territorio americano, no fue hasta finales de año cuando Iturriaga y compañeros pudieron salir a explorar la zona, escindiéndose el grupo español operativamente en varios, para en algún momento coincidir en el punto convenido con la comisión portuguesa destinada al mismo fin. Como se trataba de obtener la mayor información posible sobre la historia natural de la zona comprendida entre el Orinoco y el Amazonas, y el estudio del cacao, canela y quina en dicha zona, Iturriaga y el equipo naturalista de Löfling establecieron su base de operaciones en Cumaná, el puerto de arribada, ya que sus viajes forzosamente tenían que ser por tierra, para poder ir reconociendo las plantas del Orinoco que encontraban a su paso.
Como botánico, el interés principal de Löfling eran las plantas; pero como naturalista e ilustrado, se dedicó a observar todos los animales, pájaros, peces, gusanos, reptiles, insectos… Nunca gozó de buena salud, pero no dejó de trabajar; murió de unas fiebres a los dos años de llegar a América, durante el otoño de 1756. Sus descripciones botánicas quedaron manuscritas en su Flora cumanensis, de la que se conocen borradores de trabajo. Con algunas de estas descripciones americanas y otras españolas a las que tuvo acceso, Linneo escribió su Iter Hispanicum, publicado en Estocolmo en 1758, y atribuido a Pehr Löfling post mortem, resultando ser ésta la única publicación de sus trabajos científicos, ya que el diario de herborizaciones quedó inédito y su herbario se perdió.
El otoño en que murió Löfling fue un año crítico para la comisión española, que entre penurias económicas y deserciones, estuvo a punto de abandonar sus trabajos y desistir de llegar al encuentro con la portuguesa. El mosquito también jugó su papel: en el clima húmedo del bosque tropical, fue el causante de numerosas bajas entre los expedicionarios, «de modo que los que hemos quedado parece ser por milagro; pues todos parecemos desenterrados», afirmaba el médico Benito Paltor, tras la muerte de Löfling. Los supervivientes del grupo inicial no abandonaron su misión, sino que se reorganizaron y prosiguieron sus trabajos, ahora centrados en la fundación de ciudades en su camino hacia el río Negro. Y en eso estaban, cuando en noviembre de 1760 les llegó la comunicación de detener todos los trabajos de la Expedición de Límites. Y, cuando por fin consiguen llegar al punto de encuentro con los portugueses, ¡ya se habían marchado!
Lo que había sucedido era que las cosas mudaron en la metrópoli: el nuevo rey, Carlos III, pocos meses después de acceder al trono en 1756 y en virtud de las conclusiones de Jorge Juan y Antonio de Ulloa sobre la posición de la Línea de Tordesillas, decidió derogar el Tratado de 1750, dejar sin efecto todo lo demarcado por las comisiones, retornar al orden jurisdiccional de Tordesillas y firmar un nuevo tratado, el tratado del Pardo, en 1761, posponiendo la división territorial, aunque la presencia española en la zona se hizo efectiva con la firma de acuerdos con los nativos del Alto Orinoco.
Después de siete años y de haber superado tantas dificultades, la mayoría de los expedicionarios puso rumbo a Europa desde La Guaira en marzo de 1761. No así Iturriaga, que se quedó a vivir en Venezuela para siempre, manteniendo vivo el espíritu de la expedición en los trabajos que siguió realizando allí, como comandante general de Nuevas Poblaciones.
* * *
La Expedición de Límites no consiguió el objetivo que le dio el nombre. Sin embargo, transformó la idea que hasta entonces se tenía de la zona: gracias a la información científica cartográfica, botánica, geográfica, lingüística e histórica, por primera vez se pudo diseñar una política de población y defensa para aquellos territorios, en base a datos reales, así como la apertura de nuevas rutas fluviales de abastecimiento a los recién creados enclaves del Orinoco, por ejemplo.
La ciudad de Madrid cambió radicalmente su fisonomía urbana en el siglo xviii gracias a la construcción de nuevos edificios destinados al funcionamiento de las nuevas instituciones creadas al servicio del conocimiento ilustrado. El Gabinete de Historia Natural, promovido por Antonio de Ulloa ―compañero de expedición de Jorge Juan―, se fundó en 1752, durante el reinado de Fernando VI, pero no sería hasta 1776, ya con Carlos III, cuando abriría sus puertas. También por orden de Fernando VI, se creó en 1755 el Real Jardín Botánico, que se instaló primeramente en el Soto de Migas Calientes, cerca del actual palacio de la Moncloa, en Madrid. Carlos III lo trasladará en 1781 a su actual emplazamiento en el Paseo del Prado, en la por entonces llamada Colina de las Ciencias, no lejos de donde se levantarían el Observatorio Astronómico, el Gabinete de Historia Natural, el Gabinete de Máquinas, la Fábrica de Tapices y el Museo del Prado ―destinado a ser la sede de la Academia de Ciencias, no una pinacoteca―. El Botánico formaba parte de un programa más ambicioso, de propaganda, símbolo del mecenazgo de la Corona con las ciencias y las artes. Además de su uso científico, el jardín era un espacio social, frecuentado durante la primavera y el verano por la alta sociedad; también proporcionaba gratuitamente al público plantas medicinales.
El Real Jardín Botánico (RJB) nació con la vocación del estudio de la naturaleza y, en particular, de la botánica ultramarina que pudiese ser de interés económico y farmacológico. Por eso, se le otorgó un papel de liderazgo respecto a la organización y dirección de las expediciones botánicas, y a la vez que formaba botánicos cualificados para las mismas, era también el centro receptor de los materiales recogidos, para su estudio, inventario, catalogación y aclimatación: dibujos, semillas, frutos, maderas, plantas vivas, herbarios… muchos, de especies desconocidas para los europeos.
Parte de este ingente trabajo puede ser visto y estudiado aún hoy a través de las colecciones de láminas de plantas y herbarios que se conservan; otra parte, se perdió para siempre, por diversas circunstancias. En 1811, Mariano de Lagasca, director del Botánico, escribía:
Tales son los efectos del descuido y poca ilustración de un Gobierno, malograr el fruto de infinitas expediciones, después de haber gastado en ellas más caudales acaso que todas las naciones juntas (Amenidades Naturales de las Españas, vol. I, VIII).
El dibujo científico debía reunir belleza y autenticidad, porque era el recurso más importante en el proceso de investigación y difusión de las nuevas especies vegetales descubiertas en las expediciones científicas: una imagen precisa, posibilitaba la transmisión correcta del conocimiento, y a la vez, evitaba la visión in situ (el viaje y sus riesgos) de lo representado. Lo habitual era que los dibujantes fuesen itinerantes, moviéndose con los naturalistas, acompañándolos en sus viajes; pero también hubo expediciones que fijaron a sus artistas en talleres permanentes en alguna localidad de conveniencia. Al principio, dibujantes y pintores viajaban desde España, pero con el tiempo, su origen sería ya americano, fruto del arte y la ciencia criollos. Muchas veces, firman sus trabajos, pero también los hay anónimos. En las láminas, es frecuente representar la planta en el centro, en una visión idealizada pero fiel a la realidad, en la que conviven hojas jóvenes y viejas, capullos y flores, frutos y semillas…; y en los márgenes, detalles o secciones del fruto, la flor… sobre papel de calidades diversas, y en blanco y negro, o en color, utilizando pigmentos de origen natural, como el palo del Brasil, dalias, azafrán, añil…, con técnicas como la témpera y la acuarela. El valor científico de estas ilustraciones hace del depósito del RJB algo excepcional.
El RJB fue capaz de establecer una red de corresponsales científicos europeos interesados en el mundo colonial español, y una red similar en España, América y Filipinas, así como jardines botánicos en México, Guatemala, Filipinas y Cuba, vinculados al de Madrid, con los que intercambiar semillas e información. Una vez más, España, puente científico entre el Viejo y el Nuevo Mundo.
A pesar del acuerdo firmado en 1761 entre España y Portugal, sus fronteras en ultramar seguían en disputa, por la vía de las armas. Tras la ocupación militar portuguesa de algunas zonas, se sucedió una exitosa contraofensiva española.
Pero el relevo en la corona portuguesa, y el cansancio después de tantos años de disputas, propició que de nuevo las dos coronas se sentasen a negociar y consiguieran firmar otro acuerdo en 1777: el tratado de San Ildefonso ―ratificado un año más tarde como tratado de amistad, garantía y comercio en El Pardo―:
Con el sincero deseo de extinguir las desavenencias que ha habido entre las coronas de España y Portugal y sus respectivos vasallos por casi el espacio de tres siglos sobre los límites de sus dominios de América y Asia.
El nuevo acuerdo era más beneficioso para España; pero de todos modos era de difícil aplicación, porque como hemos visto ya en la expedición de Iturriaga, las fronteras estaban mal definidas, los ríos y divisorias invocados eran en parte irreales, y no existían mapas fiables de las zonas en disputa. La frontera se delimitaría siguiendo los cursos de varios ríos: Negro, Iguazú, Paraná, Corrientes, Paraguay… bajando por el Amazonas hasta el Yapurá, río Negro y Orinoco hasta su desembocadura en el océano Atlántico. Uno de los puntos del acuerdo contemplaba (como en anteriores ocasiones) la formación de una comisión mixta para fijar sobre el terreno los límites. De nuevo, había que enviar equipos de cartógrafos y topógrafos que verificaran sobre el terreno estos límites. Y para ello llamaron, entre otros, a Félix de Azara (1742-1821).
Felix de Azara se formó como matemático e ingeniero militar y, estando destinado en Guipúzcoa en 1781, recibió la orden de dirigirse a Lisboa para embarcar rumbo a América. ¿Con qué propósito? Al llegar lo sabrían. Azara y sus compañeros de expedición viajaron en un barco portugués, con destino a Río de Janeiro, a donde llegaron en marzo de 1782. Durante el viaje, Félix recibió la noticia de haber sido nombrado capitán de fragata: ahora, eran todos hombres de la Armada. Dos de sus compañeros eran gallegos; con uno, Pedro Cerviño, tendrá Félix una especial relación: ambos eran ingenieros, matemáticos por la Academia de Matemáticas de Barcelona, y compartieron largas jornadas de trabajo y viaje, y calurosas noches llenas de mosquitos, chinches, pulgas y garrapatas… y desde 1796, les uniría un libro, la Historia Natural de Buffon, que Cerviño le presta. Esta será una lectura clave para las futuras concepciones científicas de Félix de Azara.
Ya en Buenos Aires, el virrey Juan José Vértiz y Salcedo, le comunica su nombramiento como miembro de la Comisión de Límites con Portugal en Brasil; en particular, se encargaría de la demarcación en la frontera norte y noreste de Paraguay. Su primer viaje en la zona lo hace para reunirse con los comisionados portugueses en la provincia brasileña de Río Grande. Posteriormente, se instala en Asunción, desde donde Azara va a ejercer sus funciones como Comisario de la Partida de Demarcación de Límites, y base de operaciones de su equipo a partir de entonces. Pero pasaba el tiempo y aún en 1784 no había podido comenzar con sus tareas sobre el terreno: a pesar de su insistencia, los permisos oficiales para trabajar no llegaban. Sin esperar más, Félix decidió desplazarse por la zona, asumiendo él mismo buena parte de los gastos: fue así como pudo constatar el avance de los portugueses en territorio español, violando el último acuerdo firmado entre ambos países.
Durante años, buena parte del trabajo de Azara tuvo que ver con la misión encomendada: tareas geográficas, de reconocimiento territorial y levantamiento cartográfico de la zona. Así lo relata él mismo: «El principal objeto de mis viajes, tan largos como múltiples, era levantar la carta exacta de aquellas regiones, porque esta era mi profesión y tenía los instrumentos necesarios», en la introducción de sus Viajes por la América meridional. De ahí, la gran obra cartográfica, la propia y la elaborada bajo sus órdenes por otros comisionados, y que hizo avanzar enormemente el conocimiento de aquellos territorios.
Pero ya en 1791, Azara había perdido toda esperanza de que apareciera el grupo portugués para realizar labores conjuntas. Incluso llegó a escribir a las autoridades planteando retirarse y volver a España. Pero como no le fue concedido el permiso, optó por dedicar sus energías a la historia natural. Así refiere su elección:
Yo sospechaba con bastante fundamento que dichos portugueses tardarían en llegar, y que por consecuencia mi demora en el Paraguay sería dilatada. No se me había dado instrucción para este caso y me vi precisado a meditar la elección de algún objeto que ocupase mi detención con utilidad. Desde luego, vi que lo que convenía a mi profesión y circunstancias era acopiar elementos para hacer una buena carta o mapa, sin omitir lo que pudiera ilustrar la geografía física, la historia natural de las aves y cuadrúpedos, y finalmente lo que pudiera conducir al perfecto conocimiento del país y de sus habitantes.
Azara se puso a viajar por su cuenta y gastando de lo propio, «voluntariamente [viajaba] con el objeto de adquirir mayores conocimientos de aquellos vastos países», porque «encontrándome en un país inmenso, que me parecía desconocido […] no podía apenas ocuparme más que de los objetos que me presentaba la Naturaleza. Me encontré, pues, casi forzado a observarla».
Los años que Azara dedicó al estudio de la historia natural de la región fueron fundamentalmente los que pasó en Paraguay entre febrero de 1784 hasta julio o agosto de 1795, y su dedicación al tema fue producto ¡de la ociosidad! Y así fue como el ingeniero convertido en marino, se transformó a su vez en naturalista y cronista de la realidad «geográfica, política y civil» de las regiones del Río de la Plata.
Cuando escribe, no solo escribe sobre lo que ve sobre el terreno, sino que también recurre a documentos históricos procedentes de los archivos municipales y gubernamentales, así como datos económicos de los informes oficiales. Su obra más conocida, Viajes por la América meridional, recoge en 18 capítulos, descripciones del medio físico ―con cuatro capítulos dedicados al clima y los vientos, la disposición y calidad de los terrenos, las sales y los minerales, y los ríos, puertos y peces), del mundo vegetal y animal vegetales silvestres, cultivos, insectos, sapos, culebras, víboras y lagartos, cuadrúpedos y aves―, y humano: recorrió casi todos los pueblos de las misiones guaraníes, recopilando notas diversas sobre población, costumbres, geografía, estado de conservación de los pueblos, estado de desarrollo…, denunciando los medios empleados por los conquistadores para reducir y sujetar a los indios, con muchas noticias de ciudades, villas y pueblos. Es sin duda, como dice el subtítulo la obra, una descripción geográfica, política y civil, que incluye una parte sistemática de historia natural de los territorios recorridos, una extensión de 720 leguas de norte a sur, por 200 de ancho. Es verdad que no ha estado en todos los sitios que menciona, «pero los datos que me he procurado son suficientes para ponerme en estado de dar una idea».
Sus últimos años los pasó al otro lado del Río de la Plata, dirigiendo la expedición que, partiendo de Buenos Aires, recorrió la extensa región de las Pampas para adelantar las fronteras hacia el sur. Ahí nació su compendio de historia natural americana, Apuntamientos sobre los pájaros y los cuadrúpedos del río de La Plata y del Paraguay, con los que alcanzó fama como naturalista.
Al cabo de veinte años, por fin en 1801 se le concede permiso para regresar a España. Al recordar esos años, el mismo Azara lo hace con un sentimiento agridulce:
Sin haber jamás llegado a ningún empleo notable, sin haber tenido ocasión de darme a conocer ni de ti [su hermano Nicolás, diplomático] ni de otros, he pasado los veinte mejores años de mi vida en los confines de la Tierra, olvidado de mis amigos, sin libros, sin ningún escrito razonable, continuamente ocupado en viajar por desiertos y espantosos bosques, casi sin ninguna sociedad más que la de las aves del aire y los animales salvajes.
A diferencia de la mayoría de quienes como él fueron enviados por la Corona española a explorar los territorios de ultramar, Azara sí tuvo empeño en publicar sus investigaciones, aunque no en España:
No espero verla estimada en este país, donde el gusto por las ciencias, y sobre todo por la historia natural está absolutamente dado de lado.
No solo eso: algunas de sus críticas al sistema colonial español en general, y a la Compañía de Jesús, y a la Administración española en ultramar, en particular, no fueron bien recibidas en España.
Algunas de sus obras se publicaron en vida de Félix: en 1801 se publicó en París, su primer libro Essais sur l’histoire naturelle des quadrupèdes de la province du Paraguay, y un año después, la versión en español. Ya en 1809, Voyages dans l’Amérique Méridionale, traducida al alemán e italiano. La publicación de sus obras fue un tanto rocambolesca, y tardía, seguramente por el temor a la posible repercusión de sus ideas. En 1837, Angelis publicó en Buenos Aires los proyectos de Azara de 1799 sobre colonización del Chaco. Y Bernardino Rivadavia, presidente argentino, fundador de la Universidad de Buenos Aires en 1821 e hijo de un gallego de Monforte de Lemos, publicará en Montevideo Viajes por la América meridional, traducción hecha del francés, en 1846.
No cabe duda de que Darwin leyó a Azara en sus versiones francesas, porque el propio Darwin reconoce su deuda con él; no fue en ningún caso un precursor de Darwin, aunque sí un autor al que este valoró por sus descripciones, ideas y reflexiones. Por ello, porque publicó, se le conoció en su tiempo y, por lo mismo, hoy nosotros podemos valorar su obra como una valiosa contribución a la geografía, etnografía, y a la historia natural y al conocimiento general de las regiones del Paraguay y Río de la Plata.
El adjetivo que mejor puede definir la expedición dirigida por Alejandro Malaspina (1754-1810) sería el de enciclopédica: llevó a cabo levantamientos cartográficos en las costas de América, Islas Sandwich, Filipinas, Australia, y Nueva Zelanda; informes de los territorios visitados sobre trazados de puertos, estadísticas del comercio y producciones; estudios etnográficos ―lenguas, costumbres, religiones de los pueblos indígenas― y de historia natural. Visitó Uruguay, Argentina, Chile, Perú, Ecuador, Panamá, México, el golfo de Alaska, el archipiélago de Nootka, Guam, Filipinas, Sondas, Molucas, Nueva Guinea, Nueva Zelanda y Nueva Holanda… No dio la vuelta al mundo, pero exploró detenidamente tierras y mares de América, Asia y Oceanía, con el propósito de actualizar el conocimiento de la realidad de los territorios de ultramar: casi un millar de imágenes de plantas, animales, paisajes, tipos etnográficos, ritos y tradiciones, y una enorme cantidad de datos sobre las relaciones comerciales y el gobierno de la América española.
Alejandro Malaspina, aunque italiano, llegó a España con veinte años, para formarse como guardiamarina en Cádiz; en octubre de 1788, era ya el máximo responsable del Real Observatorio de Cádiz. Como militar al servicio de España, va a ser el protagonista de la mayor y más completa expedición científico-política liderada por España hasta el momento.
¿Querría Malaspina tal vez ser el James Cook español, emulando sus viajes? Es probable. Los propios nombres de las naves de su expedición, Descubierta y Atrevida, son un trasunto de las de Cook: Discovery y Resolution. Vivió la época en que el océano Pacífico era la auténtica frontera, el desafío en la llamada segunda era de los descubrimientos, el campo de batalla en el que las naciones europeas ponían a prueba su poderío naval. Europa estaba completando el mapa del mundo: el Pacífico había dejado de ser un lago español, y se había convertido en zona de aguas internacionales, surcadas por ingleses, franceses y holandeses en constante desafío a la autoridad española. Todo ello, facilitado por los progresos experimentados en la arquitectura naval, en la astronomía náutica, el cálculo de longitudes y la medicina ―control de malaria y escorbuto―. La competencia internacional por conseguir un pedazo de la tarta de la economía mundial era tremenda, pero, como diría Malaspina en 1795, «sin conocer América, ¿cómo es posible gobernarla?». Pues de esto se trataba precisamente con la expedición.
En noviembre de 1788, el entonces teniente de la compañía de Guardias Marinas Alejandro Malaspina y el capitán de fragata José Bustamante y Guerra, presentan su plan de viaje alrededor del mundo al rey Carlos III. En él, exponen sus propósitos:
Excmo. Sr.: Desde veinte años a esta parte, las dos naciones, inglesa y francesa, con una noble emulación, han emprendido estos viajes, en los cuales la navegación, la geografía y la humanidad misma han hecho muy rápidos progresos: la historia de la sociedad se ha cimentado sobre investigaciones más generales; se ha enriquecido la Historia Natural con un número casi infinito de descubrimientos; finalmente, la conservación del hombre en diferentes climas en travesías dilatadas y entre unas tareas y riesgos casi increíbles, ha sido la requisición más interesante que ha hecho la navegación. Al cumplimiento de estos objetos se dirige particularmente el viaje que se propone; y esta parte, que puede llamarse la parte científica, se hará con mucho acierto, siguiendo las trazas de los Sres. Cook y La Pérouse.
Además, añaden una intención política a su expedición:
Pero un viaje hecho por navegantes españoles debe precisamente implicar otros objetivos: el uno es la construcción de cartas de las regiones más remotas de América y el establecimiento de los derroteros que puedan guiar con acierto la poca experta navegación comercial; y la otra es la investigación del estado político de América, así́ relativamente a España como a las naciones extranjeras.
Confluían, pues, los propósitos científicos con los objetivos políticos. Los resultados del viaje deberían tener dos destinos también: unos se harían públicos, otros serían de carácter reservado. Los públicos serían, por ejemplo, los materiales para el Real Gabinete de Historia Natural y para el Real Jardín Botánico, además de la parte geográfica e histórica. Serían reservados, por ejemplo, los informes relativos a zonas estratégicas como los establecimientos rusos en California o los ingleses en Bahía Botánica en Australia, por su posible interés militar o comercial, o la información relativa la situación del comercio, de la capacidad defensiva y ofensiva del enemigo, de los puertos, y de la construcción naval y su fomento: eso era, para Malaspina, investigar el estado político de América.
Alejandro Malaspina estuvo preparando el viaje unos diez meses, lo que incluía la selección del personal, adiestrar a los oficiales, adquirir provisiones, libros, material científico, y, sobre todo, supervisar la construcción de las dos embarcaciones. Cuando propone su proyecto al ministro Valdés (marino también), Malaspina era ya un viajero experimentado y un marino experto, capaz de algo al alcance de pocos en su tiempo: ser el primer italiano en dirigir una vuelta al mundo ―Pigafetta, que acompañó a Elcano, fue el primer italiano en circunnavegar― por el cabo de Hornos. No se escatimaron recursos para conseguir el éxito de la empresa; para empezar, dos embarcaciones nuevas, las corbetas Descubierta y Atrevida.
Además, para sacar el máximo partido a la expedición, los preparativos fueron concienzudos. Muchos detalles, como los objetivos o el instrumental científico, se consultaron con expertos e instituciones nacionales y extranjeros: la Académie des Sciences, la Royal Society o el Observatorio de Cádiz. El Estado facilitó la consulta en los archivos de toda la información necesaria, y financió la adquisición de instrumental científico-técnico incluso en Londres y París.
Entre los 204 hombres seleccionados para el viaje había dieciocho oficiales, dos médicos cirujanos, dos capellanes, un cartógrafo, tres naturalistas ―Antonio Pineda, que encontró la muerte durante el viaje, víctima de unas fiebres tropicales; Tadeo Haenke y Luis Neé―, cuatro pilotos y seis dibujantes. En particular, el trabajo realizado por Antonio Pineda tuvo una gran relevancia, e incluyó estudios zoológicos, geológicos, físicos, químicos y antropológicos, ya que, como jefe científico, coordinó los trabajos de su equipo y las colaboraciones de otros científicos españoles que se encontraban en misiones similares en los territorios de ultramar. De ahí, que contactara por ejemplo con Félix de Azara, entonces en Argentina.
En cuanto recibió la autorización, Malaspina consultó con el español que más sabía de cuestiones de este tipo, Antonio de Ulloa ―el compañero de expedición de Jorge Juan, fallecido en 1773―, algunos aspectos del viaje. En dos cartas que se conservan, le informa de que utilizarán relojes marinos y las distancias lunares para fijar las longitudes, y sextantes para saber las latitudes; al tiempo que le pide consejo sobre tareas a realizar: botánicas, etnográficas; experimentos: examinar las corrientes con un «botecito referido a la embarcación», o tomar medidas de la temperatura del agua: «¿Serán experiencias que puedan ser de alguna utilidad? ¿Cuáles serán los instrumentos más oportunos y el modo más exacto para ejecutarlas?» o el posible interés de los cetáceos que abundaban en la costa patagónica, algo que podía ser de utilidad para la monarquía español.
Tras un año de preparativos, las embarcaciones estaban dispuestas, la tripulación reclutada, contratados los naturalistas, comprados los pertrechos y adiestrada la oficialidad. El jueves 30 de julio de 1789, salieron de Cádiz, rumbo al sur. Arribarán de regreso a Cádiz el 21 de septiembre de 1794.
Su proyecto se había realizado con creces, y en ocasiones habían pagado un alto precio. Pero habían visitado las costas de Australia; habían penetrado en el valle del Guanuco, afluente del Marañón y escalado el Chimborazo; habían inspeccionado las más ricas minas de Méjico y Perú y examinado sus recursos productivos y sus métodos de extracción; habían reunido considerables colecciones botánicas y mineralógicas, así como trajes y toda clase de instrumentos y productos diversos de las naciones visitadas; los pintores habían reproducido plantas, instrumentos y puertos; habían realizado retratos…
Se había levantado un mapa exacto de las Filipinas; determinado el nivel de los océanos Pacífico y Atlántico y reconocido los istmos y lagunas de Nicaragua, poniendo así los cimientos teóricos que posibilitaron la construcción del Canal de Panamá; habían viajado más allá de los 60 grados de latitud y comprobado la falsedad de las teorías del navegante español Ferrer Maldonado, sobre la existencia de un paso ―supuestamente descubierto por éste en 1588― que unía los dos océanos por la costa Noroeste de América del Norte.
A Malaspina, el viaje le afectó en diversos aspectos. Por una parte, sus ideas previas respecto a la situación del gobierno de América, se vieron confirmadas. Antes de partir, en la introducción a su Diario de viaje, Malaspina critica la política colonial española:
Es necesario conocer bien América para navegar con seguridad y aprovechamiento sobre sus dilatadísimas costas y para gobernarla con equidad, utilidad y métodos sencillos y uniformes [...] Es preciso fijarse en la naturaleza de las posesiones de la Corona de España, en las condiciones sociales que la unen entre sí, de los motivos de su formación, estado actual y métodos para conseguir su bienestar... es necesario conocer la población indígena y la población emigrante, respetar sus costumbres... Los impuestos deben ser suaves y las leyes menos intrincadas y quebradizas.
Tras el viaje, Malaspina se convence de la absoluta necesidad de un cambio en las formas de gobierno y en la legislación de las colonias americanas. Por eso, seis años después, el 13 de abril de 1795, escribe a su amigo Greppi (la cursiva es nuestra):
Sin antes desbaratar la idea de la riqueza inagotable de las minas, ¿cómo se podía apelar a la Agricultura? Sin haber discutido la posición de nuestras colonias, ¿cómo se puede querer determinar los medios de fortificarse contra una invasión?. En fin, sin conocer América ¿cómo es posible gobernarla? Ya no sigue siendo posible sugerir medios útiles que no tropiecen de lleno con el sistema
Y ese tropezar con el sistema le pasó factura en lo personal. Las recetas de liberalización que recomendaba en su Viaje político-científico alrededor del mundo le condenaron en 1795 por revolucionario y conspirador ―en realidad, una venganza del ministro Godoy― a diez años en el presidio de San Antón, en Coruña. Gracias a los cambios en la política española, y a las presiones de sus amistades influyentes, entre ellas, Félix de Azara y el mismísimo Napoleón, se consiguió que se le conmutase la pena por la de destierro. En 1803 salió de Coruña, rumbo a Italia. Nunca volvió a España. Sus famosos papeles de la expedición, que él tanto ansiaba publicar para mostrar al mundo los males que padecía la España colonial, durmieron un profundo sueño de casi cien años; el material recogido en el viaje, disperso en diferentes instituciones de España, Inglaterra, Argentina y Chile.
Jorge Juan y Antonio Ulloa viajaron para saber la forma de la Tierra, y redactaron sus Noticias Secretas, información reservada; Malaspina viajó para saber el estado de forma del imperio español, el funcionamiento de esa gran maquinaria que era el imperio, y también redactó sus Axiomas Políticos sobre la América, para organizarlo mejor. Estos tres nombres ejemplifican muy bien la contribución histórica de los hombres de la Armada en las tareas de regeneración del Estado. Pero Malaspina fue un paso más allá, al abogar por un cambio drástico en nuestras relaciones con las colonias. Propuso el libre comercio dentro de un sistema de colonias agrícolas y comerciales, con órganos de representación propios ―una suerte de Commonwealth «avant la lettre»―, que preveía una «emancipación moderada de las colonias». Para él, el sistema de la monarquía española se había quedado antiguo: sería imposible gobernar Ultramar de una forma eficaz, territorios y gentes (españoles, criollo, nativos) tan diferentes, con intereses contrapuestos, con los viejos paradigmas: un nuevo marco legislativo era necesario para nuevos tiempos.